—
No
tienes por qué ir detrás de mí — subí la vista, era la primera vez que le
miraba a la cara. Su rostro sin expresión estaba teñido de sangre.
—
Tengo
que cuidarse— sonrió e hizo una mueca.
—
Tu
ceja— gemí y me acerqué a él. Esto le dejaría una buena marca.
Me quité la bufanda negra que me habían regalado un día como
otro cualquiera y la pasé por el foco de la herida. La sangre atravesó la tela
y yo seguí mirándole sin importarme lo más mínimo por la ropa. La hemorragia
paró un poco y bajé la vista a sus labios para conectarla de nuevo con sus ojos
claros , me acerqué un poco y abrió más los ojos, contacto visual, me estrellé
contra sus labios patosamente sin hacer nada, después de unos segundos mi
lengua bordeó su labio inferior como para pedirle permiso, él entreabrió los
labios y le miré a los ojos para luego colar mi lengua y sentirle de lleno, cerré
los ojos y la juntó con la mía, jugó con ella, porque esos son los mejores
besos, en los que no sabes distinguir tu lengua de la suya ni los movimientos
que haces al entrelazarla en su boca. Cuando sonríes en sus labios, y compartís
la sonrisa, diente con diente, respiración con respiración, realmente ese día
respiré el aire de Diego. Ese día Diego entró de pleno en mis pulmones, en mi
estómago, mi cabeza, mis manos, e incluso el dedo chiquito del pie con el que
te chocas cada vez que caminas por tu casa de noche.
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