Después de
los inesperados cambios que se habían formado en mi vida en poco tan tiempo,
necesitaba tomar de él para que mi cabeza amueblase las ideas.
Todavía mi
cerebro no respondía a la oración "Edgar ha decidido irse". Todavía
mi cerebro no respondía a estar sin el toque de su piel. Todavía mi cerebro no
superaba ver sus orbes marrones hermosos. Todavía mi cerebro no olvidaba el
olor de su cabello. Todavía mi cerebro mandaba a mis brazos que le buscasen por
la noche, y cuando no encontraba nada al otro lado del colchón, respondía con
una pesadilla, que aceleraba mi pulso y mi ritmo cardiaco, haciéndome despertar
entre gritos, sudores, mal estar y frío.
Tal vez yo
quería superarlo, pero mi cerebro no quería que lo hiciese.
Después de
un episodio de "felicidad", lo pagué bien caro.
Recuerdo
bien la noche en la que Sam me dio la llave y las tres simples, y contadas,
sonrisas sinceras que mostré.
Por cada
una de ellas había derramado mil lágrimas, y eso eran muchos intereses, y eso
no era un buen precio.
Todavía lo
recuerdo porque todavía lo siento. Me arrepiento de ser tan ilusa e intentar
ser feliz, de sonreír, e intentar continuar.
Cuando algo
está mal, y tú crees que lo está, tu cuerpo así lo cree, y cuando me repetí que
sonreír estaba mal, y lo hice, me castigué a mí misma, con llantos, heridas,
poco suministro alimenticio, horas de oscuridad encerrada en mi habitación y un
terrible y acogedor silencio para mí.
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