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martes, 20 de octubre de 2015

Capítulo Cuarenta. El llavero . Página 497.

Después de los inesperados cambios que se habían formado en mi vida en poco tan tiempo, necesitaba tomar de él para que mi cabeza amueblase las ideas.
Todavía mi cerebro no respondía a la oración "Edgar ha decidido irse". Todavía mi cerebro no respondía a estar sin el toque de su piel. Todavía mi cerebro no superaba ver sus orbes marrones hermosos. Todavía mi cerebro no olvidaba el olor de su cabello. Todavía mi cerebro mandaba a mis brazos que le buscasen por la noche, y cuando no encontraba nada al otro lado del colchón, respondía con una pesadilla, que aceleraba mi pulso y mi ritmo cardiaco, haciéndome despertar entre gritos, sudores, mal estar y frío.
Tal vez yo quería superarlo, pero mi cerebro no quería que lo hiciese.
Después de un episodio de "felicidad", lo pagué bien caro.
Recuerdo bien la noche en la que Sam me dio la llave y las tres simples, y contadas, sonrisas sinceras que mostré.
Por cada una de ellas había derramado mil lágrimas, y eso eran muchos intereses, y eso no era un buen precio.
Todavía lo recuerdo porque todavía lo siento. Me arrepiento de ser tan ilusa e intentar ser feliz, de sonreír, e intentar continuar.

Cuando algo está mal, y tú crees que lo está, tu cuerpo así lo cree, y cuando me repetí que sonreír estaba mal, y lo hice, me castigué a mí misma, con llantos, heridas, poco suministro alimenticio, horas de oscuridad encerrada en mi habitación y un terrible y acogedor silencio para mí. 

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