La abuela
solía cogerme la cara con ambas manos y mirarme a los ojos cuando de verdad
quería que le escuchase decir algo, porque yo siempre acababa distraída.
Ese día la
abuela dejó de pelar y trocear patatas, se limpió la mano en el delantal, me
cogió de las mejillas y me contó todo esto.
La abuela
era fuerte... ¡Lo que daría por ser yo cómo ella!
La abuela
estaría contenta de verme enamorada.
La abuela
habría sacado sus uñas de gran leona para rasgarme más el corazón y hacerme
sangrar, sólo para aprender bien la lección.
Ella
hubiese cosido cada herida después.
La abuela
era así, de lunes o de sábados, de diciembres o de julios, de ríos o playas.
La abuela
era una mujer temida, respetada y amada, una gran leona.
Así que con
ese discurso en mente cada día y con la idea de no querer acabar con
antidepresivos sonreía en público estando muerta por dentro y luego en casa me
derrumbaba como un rascacielos lleno de dinamita. Dejando una neblina que
afectaba a toda mi familia y haciendo un estrepitoso ruido con cada uno de mis
ataques de rabia.
Edgar se
había ido, y eso había acarreado crearme un horario anti-pensar en Edgar.
Había
vuelto a trabajar. Me distraía y de vez en cuando Cristina se pasaba a
visitarme.
Edgar no
aparecía por mi cabeza cuando tenía una buena conversación de la que hablar, el
problema es que eso casi nunca pasaba. Y mientras las demás charlaban
animadamente yo me quedaba, quieta, seria y callada, con las manos en los
bolsillos, la mirada puesta en un punto fijo y pensando en todo, y en nada.
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