Así que
horas, días, minutos, o dios sabe cuánto tiempo después yo seguía ahí. En esa terraza, cabizbaja apretando
el objeto circular en mi mano e intentando hacer ejercicios de respiración que dé
me ayudasen a regularme por dentro, porque estaba allí, parada, intentando
coger bocanadas de aire y fallando en el intento. Asfixiando en el exterior.
Muriendo poco a poco.
¿Y quién se
pararía a mirar a la chica que se estaba asfixiando?, Porque... ¿Cómo se va a asfixiar
alguien que no está debajo del agua o no tiene una soga rodeando su cuello?,
¿Quién te miraría?, ¿Quién te ayudaría?, ¿Quién me ayudaría?
Me sentía
valiente y estúpida. Sentía que había perdido mi tiempo. Que cada estancia en
la sala de espera, que cada minuto que estaba en la otra línea sólo escuchando
pitidos y no su voz, que cada vez que había preguntado por él a las enfermeras
y sus amigos, que cada vez que le había mandado un mensaje rogando porque
estuviese bien y diciéndole que no importaba si yo estaba mal, porque prefería
verle bien a él...fue en vano.
Porque
estos diecisiete días ni si quiera se me pasó por la cabeza si esto me estaba
haciendo daño, no se me pasó por la cabeza si era bueno o malo para mí, no se
me pasó por la cabeza preguntarme a mí misma si estaba bien, porque todo mi
tiempo lo ocupaba él, lo ocupaba el pensamiento de si estaría bien. Cuando a mí
me estaba asesinando a sangre fría de día y de noche.
Hablo de la
depresión y el insomnio.
Porque
salía de una y me metía de otra, para él era fácil, ¿ah?. Dejar que el móvil
sonase, ver mis mensajes escuchar mi voz fuera en el pasillo, y los golpes en
la puerta. Para él fue fácil evitarme. Y para mí fue como un infierno bajado
expresamente a la tierra para que yo viviese en él.
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