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domingo, 18 de octubre de 2015

Capítulo Treinta y Ocho. Diecisiete cartas, diecisiete vídeos . Página 452.

Así que horas, días, minutos, o dios sabe cuánto tiempo después  yo seguía ahí. En esa terraza, cabizbaja apretando el objeto circular en mi mano e intentando hacer ejercicios de respiración que dé me ayudasen a regularme por dentro, porque estaba allí, parada, intentando coger bocanadas de aire y fallando en el intento. Asfixiando en el exterior. Muriendo poco a poco.
¿Y quién se pararía a mirar a la chica que se estaba asfixiando?, Porque... ¿Cómo se va a asfixiar alguien que no está debajo del agua o no tiene una soga rodeando su cuello?, ¿Quién te miraría?, ¿Quién te ayudaría?, ¿Quién me ayudaría?
Me sentía valiente y estúpida. Sentía que había perdido mi tiempo. Que cada estancia en la sala de espera, que cada minuto que estaba en la otra línea sólo escuchando pitidos y no su voz, que cada vez que había preguntado por él a las enfermeras y sus amigos, que cada vez que le había mandado un mensaje rogando porque estuviese bien y diciéndole que no importaba si yo estaba mal, porque prefería verle bien a él...fue en vano.
Porque estos diecisiete días ni si quiera se me pasó por la cabeza si esto me estaba haciendo daño, no se me pasó por la cabeza si era bueno o malo para mí, no se me pasó por la cabeza preguntarme a mí misma si estaba bien, porque todo mi tiempo lo ocupaba él, lo ocupaba el pensamiento de si estaría bien. Cuando a mí me estaba asesinando a sangre fría de día y de noche.
Hablo de la depresión y el insomnio.

Porque salía de una y me metía de otra, para él era fácil, ¿ah?. Dejar que el móvil sonase, ver mis mensajes escuchar mi voz fuera en el pasillo, y los golpes en la puerta. Para él fue fácil evitarme. Y para mí fue como un infierno bajado expresamente a la tierra para que yo viviese en él. 

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