Balanceé la cabeza y me pellizqué en el brazo.
Me obligué a despertar. Las manos me temblaban. Era un caos. Un caos enorme.
Lo bueno es que antes de que me diese cuenta
ya me había despedido de mi familia y andaba hacia la parada del autobús
pisando todos los charcos posibles. Nunca me había gustado rodear charcos. Cada
uno tenía un poquito de una persona y mil historias, es decir, cuando llueve
las gotas caen en tu cara, y muchas de ellas caen de nuevo al suelo, puede que
en el pelo también se quede una gran acumulación y... ¿Sabéis la de gotas de
diferentes personas que puede contener un sólo charco? Es cómo añadirte a una
lista estúpida pero que en el fondo te reconforta.
De camino compré una barrita de chocolate a
falta de bombones, viva la originalidad. Era
cutre hasta para mí.
La mayoría de las veces me gustaba ir en autobús,
era interesante escuchar conversaciones ajenas y ver como los que se quedaban
de pie se tambaleaban en cada curva o parada. Pero esta vez tuve el privilegio
de sentarme, ponerme la música bien alta y cerrar los ojos. No pasaría nada por
dos canciones, aunque siempre tengo miedo de cerrar los ojos cuando voy en
transporte público por si me paso la parada. Hay gente que nace con un sexto
sentido y se despierta justo en la parada que le toca, yo, como penosa, no.
El autobús iba casi vacío, hasta que volví a
abrir los ojos y alguien se sentó a mi lado. El autobús se había llenado.
Observé cada rostro, la mayoría de ellos tenían a alguien con quien hablar,
iban acompañados o hablando por teléfono, algo. Dejé ese panorama y miré por la
ventana, llovía, estábamos a sábado, eso me despejaba las ideas o la
culpabilidad de un modo u otro de ser la causante del problema. La lluvia te
cala hasta los huesos y te quita peso de encima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario