En estos
días me había perdido, completamente. Había aprendido los conceptos de
depresión, de dolor de cabeza, de falta de aire en los pulmones por fuertes
sacudidas de sollozos en los que podía tirarme horas envuelta en las colchas de
mi cama, abrazando con fuerza la única chaqueta que tenía de él. Había perdido
el apetito, al parecer mi mente había creado una pequeña tabla alimenticia en
la que me aseguraba que los únicos nutrientes que necesitaban era él, su
cuerpo, su saliva, sus besos en la frente, su risa, sus manos acariciando mi
pelo y sus contactos visuales. Las cosas se habían vuelto una rutina, una
dolorosa que me rompía el corazón poco a poco pero a la vez muy fácilmente. No
sabía qué pensaría él, si estaba dispuesto a compartir mis ideas, si
simplemente quería que me alejara y le dejase
en paz, pero cómo no lo sabía, por esa misma razón hoy seguía aquí,
poniendo excusas a Sam, a mis amigas, hablando de que iba atrasada en el curso,
inventándome excusas en las que ver un cerdo en tanga tendría más sentido que
mis inútiles y estúpidas explicaciones de por qué desaparecía por la tarde.
Seguía tapando mi boca cuando mis hermanas pasaban por el pasillo intentando
que así no pueden escuchar mis sollozos, pero claro que lo hacían, sabía
perfectamente como tocaban el pomo y dudaban en si entrar o no, y al final
nunca entraban y bajaban a la planta de abajo otra vez, de nuevo, sin
preguntarme cómo me encontraba.
En estas
dos semanas había aprendido a echar de menos sus gestos, su ceño fruncido
cuando hacía algo que no le gustaba, su sonrisa poco fiable cuando tenía una
idea poco aconsejable qué hacer, su risa cuando reía porque tenía ganas de reír,
sus manos sudorosas cuando estaba enfadada, sus hombros encogidos cuando
deseaba que yo estableciese primera conversación, sus piernas golpeando el
suelo cuando estaba inquieto y nervioso por algo y cómo sacaba el anillo de su
dedo anular que un día le regalé cuando tenía miedo.
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