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sábado, 17 de octubre de 2015

Página 442.

En estos días me había perdido, completamente. Había aprendido los conceptos de depresión, de dolor de cabeza, de falta de aire en los pulmones por fuertes sacudidas de sollozos en los que podía tirarme horas envuelta en las colchas de mi cama, abrazando con fuerza la única chaqueta que tenía de él. Había perdido el apetito, al parecer mi mente había creado una pequeña tabla alimenticia en la que me aseguraba que los únicos nutrientes que necesitaban era él, su cuerpo, su saliva, sus besos en la frente, su risa, sus manos acariciando mi pelo y sus contactos visuales. Las cosas se habían vuelto una rutina, una dolorosa que me rompía el corazón poco a poco pero a la vez muy fácilmente. No sabía qué pensaría él, si estaba dispuesto a compartir mis ideas, si simplemente quería que me alejara y le dejase  en paz, pero cómo no lo sabía, por esa misma razón hoy seguía aquí, poniendo excusas a Sam, a mis amigas, hablando de que iba atrasada en el curso, inventándome excusas en las que ver un cerdo en tanga tendría más sentido que mis inútiles y estúpidas explicaciones de por qué desaparecía por la tarde. Seguía tapando mi boca cuando mis hermanas pasaban por el pasillo intentando que así no pueden escuchar mis sollozos, pero claro que lo hacían, sabía perfectamente como tocaban el pomo y dudaban en si entrar o no, y al final nunca entraban y bajaban a la planta de abajo otra vez, de nuevo, sin preguntarme cómo me encontraba.

En estas dos semanas había aprendido a echar de menos sus gestos, su ceño fruncido cuando hacía algo que no le gustaba, su sonrisa poco fiable cuando tenía una idea poco aconsejable qué hacer, su risa cuando reía porque tenía ganas de reír, sus manos sudorosas cuando estaba enfadada, sus hombros encogidos cuando deseaba que yo estableciese primera conversación, sus piernas golpeando el suelo cuando estaba inquieto y nervioso por algo y cómo sacaba el anillo de su dedo anular que un día le regalé cuando tenía miedo. 

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