El agua
salada era buena para las heridas, ¿no? Decidí correr el riesgo de coger una
infección y seguir andando. Porque como dije, nada me iba a parar. Di otros
pasos, las olas golpeaban las grandes rocas y caían encima de mí salpicándome y
empapándome, escupía, me lavaba los ojos para poder seguir viendo y lo único
que protegía era la mochila con mis pertenecías, cada vez que una ola golpeaba
me daba la vuelta dejando que el agua callase en mi espalda y abraza la mochila
con fuerza evitando que se mojase por encima de cualquier cosa.
Caminé,
salté de roca en roca mientras el aire me hacía perder el equilibrio y el agua resbalarme,
a esas alturas mis pantalones vaqueros se rompieron en el lugar de mis rodillas
de tanto caerme, tenía las rodillas solladas, las palmas de las manos rajadas,
los pies estaban cubiertos de una capa roja de sangre, que cuando las olas
volvían a golpear y el agua caía encima, se la llevaba, para dejarme ver de
nuevo la piel de mis pies pálida, que pronto se volvía a teñir de roja.
El pelo
empapado se quedaba en mi cara pegado con el aire, me impedía ver con tal
claridad cuando se colocaba encima de mis ojos, pensé en ponerme de nuevo los
zapatos, pero la sangre los arruinaría, y no quería dejar pruebas de lo débil y
mal de la cabeza que estaba ante mi hermana. Seguro pensaría que seguía en la biblioteca,
aislada y calentita. Nadie se imaginaría que estaría haciendo esta locura.
Las olas
con fuerza arrastraban mis pies y en ocasiones en las que no podía agarrarme me
hacían caerme y darme de bruces o en los costados. Estaba destrozada, rendida,
mi cuerpo me decía que saliese de allí ahora mismo, mi corazón que llegase
dónde tenía que llegar, mi cerebro desistió y dejó mi capacidad irracional.
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